Quinto Império

Me muevo algo avergonzado, y con un punto de soberbia que no empaña mi enfado, entre las tres docenas largas de turistas que no me dejan vagabundear por la librería, que arrancan con su ansia de fotos el brillo -escaso ya, y no sólo por la casi oscuridad de esta sobremesa de diciembre- del barniz del artesonado, que trotan -jadeando, jaleando y jaleados- por la escalera de caracol hacia la planta superior, donde una librera joven parece pensar en nada, sentir nada, ni siquiera indignación alguna ante esta invasión de bárbaros. Sólo unos pocos nos evadimos del ruido de la estampida, y yo me asombro ante la calidad y lo económico de las ediciones. La librería tiene un inequívoco aire a biblioteca familiar, a colección mimada de gran casona de intelectual de provincias, de sabio de otro tiempo, y en las mesas y en los estantes inferiores hay sitio cumplido para acoger más volúmenes, y entre los que hay y que acaricio muchos me dicen que, aquí, el mercado aún no lo es todo. En los estantes superiores, cerrados con vitrinas y que se extienden por encima del alcance del brazo, hay libros más viejos aún, libros viejos con aire de ser, si no valiosos, por lo menos importantes: libros de portadas blancas con orlas de grecas rojas, negras o azules que cierran nombres y títulos compuestos con tipografías delgadas y amables a la vista. Los nombres son rotundos y sonoros, compuestos y bellos, completamente desconocidos y que no se me quedan grabados en la memoria.
Agitado por el estruendo de los visitantes, de los que presumo no sienten amor alguno por los libros -pues si no no entiendo su actitud paleta, destilada en querer una foto, una más en las miles tomadas en esta su excursión opcional de tres horas- decido comprar "recado de leer", una lectura que pueda, si no entender, sí al menos disfrutar en su musicalidad. No he leído de la literatura portuguesa más que cuatro básicos, así que al final queda en una mano Cardoso Pires; en la otra, Pessoa, que gana. En la primera página está anotado, con lápiz y una caligrafía primorosa, el precio y dos series de números, nada de etiquetas con códigos de barras. Obra de cualquiera de los heterónimos de D. Fernando.
Le digo en voz baja al librero que me cobra que la librería es preciosa, un paraíso: que lamento de veras el espectáculo. Tras él hay colgado un cartel en el que se pide por favor que no se tomen fotografías. El librero me sonríe y me estrecha la mano. Me dice algo, pero no logro escucharle.

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